lunes, 16 de marzo de 2009

Hacia la lejanía

Imagino que será ley de vida, pero odio que las personas que me importan salgan poco a poco de mi vida. Siempre termina ocurriendo, se van alejando poco a poco hasta que se convierten en un "hola y adiós". O, a veces, desaparecen de golpe.

Creo que es peor ir viéndoles alejarse lentamente, pero con paso firme, sin que se pueda hacer nada o sin saber qué poder hacer. De repente te das cuenta de que no sabes de su vida cotidiana, de lo que se le pasa por la cabeza o de cualquier cosa... Quizá es que nunca lo llegué a saber.Parece que desaparece esa necesidad de saber de la otra persona, de verle, de escuchar su voz...

"Así es la vida" pueden decir algunos, los más conformistas. Yo no me considero conformista, pero realmente me siento inválida a la hora de evitar que se alejen. Siento que no puedo hacer nada y que por mucho que lo intente, y lo hago, se van a terminar alejando del todo.

Es una lástima que, sintiendo tan gran amistad, poco se pueda hacer a la hora de verles marchar.

martes, 3 de marzo de 2009

En la azotea

El niño se encontraba inmerso en un mar de confusión y oscuridad. ¿Por qué le estaba ocurriendo eso a él? Era distinto a los demás niños de su clase. No podía entender por qué ÉL había sido elegido y no el chico con el que compartía pupitre, o el que se sentaba detrás o aquél que iba con él en el autobús.

"Ellos son normales, yo no. Estoy enfermo" era lo que pensaba constantemente el chiquillo. Todos sus compañeros de clase le insultaban y le pegaban, y pese a que los profesores eran conscientes de la situación, nadie hizo nada por ayudarle.

Un día, el niño, cansado de soportar la situación e incapaz de volver a casa envuelto en un aura de vergüenza y humillación, subió a la azotea de su escuela. Corría una brisa vespertina que le erizó el vello y le hizo dar un respingo. Se sentó en el borde de la azotea con los pies colgando hacia el vacío mientras observaba la preciosa vista de su ciudad al oscurecer. Las lágrimas, aquéllas que había aguantado durante meses, brotaron de sus ojos sin descanso. Tenía miedo, pero estaba decidido a acabar con esa vida que Dios le daba como castigo a su "tara". Miró hacia el frente y después hacia abajo, siete pisos le separaban del suelo.

Entonces un leve carraspeo sonó detrás de él y se giró para descubrir de dónde procedía tal sonido. Pensó que serían los chicos de su clase que le habían buscado para acabar lo que habían dejado a medias aquella tarde. Al torcer el cuello descubrió que era, en efecto, uno de los chicos de su clase que se metían con él.

- Déjame en paz. Si has venido para meterme conmigo, ya me has visto llorar. Ahora ve y corre a decírselo a los demás. - le dijo el niño con los ojos cubiertos de lágrimas.

- Yo... - contestó el otro. - No, en realidad he venido para pedirte perdón.

El niño le miró sin comprender.

- Sí, tienes que perdonarme, por favor. Soy... como tú. Sé lo que sientes. En realidad... soy peor que tú. Te he insultado y pegado cuando sabía que yo era igual que tú. Estaba asustado, no quería que me rechazaran los demás niños como habían hecho contigo. Pero ahora he entendido que no está bien y que no nos debemos esconder ni agachar la cabeza ante los demás.

- Pero... nosotros... ¿estamos enfermos, no? Mis padres dicen que debo ir al psicólogo para que me cure. ¿Cómo no vamos a agachar la cabeza, si estamos enfermos?

- No, no estamos enfermos. Somos personas normales, como el resto. No lo entiendo todavía muy bien, pero somos iguales que los demás. No tienes que preocuparte. - le dijo el otro con una sonrisa de oreja a oreja. - Anda, dame la mano y quítate de ahí, que como te caigas te vas a hacer daño.