lunes, 5 de enero de 2009

Dulce final

El sonido de mis pasos acelerados rebotaba contra las fachadas de los edificios de las estrechas callejuelas. El frío y la humedad se aferraban a mis huesos produciéndome dolor, pero no podía detenerme.
La sentía cada vez más cerca y el miedo aceleraba mis piernas hasta hacerlas correr. Mi mente era incapaz de entrar en funcionamiento o de dar alguna orden. Mi cuerpo solo obedecía al pánico.
Los malolientes callejones del Raval jugaban conmigo como si fuera una marioneta en un laberinto sin salida. Y ella me ganaba metros segundo a segundo.
Torcí a la derecha con la esperanza de encontrar la salida, pero la suerte me había abandonado hacía años. La desesperación se apoderó de mí al ver que había topado con un oscuro callejón sin salida. No había tiempo para volver atrás. Todo estaba perdido.
Pese a la impenetrable oscuridad, sabía que ella ya estaba allí, aguardándome. El silencioso susurrar de sus pasos me indicó que se acercaba. Olí su putrefacto aliento y comprendí que se encontraba frente a mí, cerca, muy cerca. De golpe lo vi. Estiró su gélido y huesudo dedo hacia mi pálido rostro hasta tocarme la frente con él.

La oscuridad se volvió más densa todavía, mi respiración recuperó la normalidad y una sensación de paz recorrió todo mi cuerpo. Entonces reí como hacía años que no reía. Nunca pensé que la muerte fuese tan dulce.

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